19 de septiembre

Fiesta de san Alonso de Orozco, agustino, “el santo de san Felipe”, como era conocido en Madrid por el convento de San Felipe el Real, donde residió muchos años. Nacido en Oropesa (Toledo), en 1500, falleció en Madrid, en 1591. Alonso de Orosco fue un fecundo escritor de obras espirituales, predicador real en la corte de Carlos V y Felipe II y promotor y reformador de la vida religiosa, fundador de conventos. Hombre singular en la España del siglo XVI. Fue beatificado en 1882 por León XIII y canonizado por San Juan Pablo II en 2002.

Presentamos esta imagen que representa la profesión religiosa de fray Alonso, en manos del prior del convento de san Agustín de Salamanca, fray Tomás de Villanueva, un 9 de junio de 1523.

La pintura es obra del pincel de Bartolomé González y Serrano (1564-1627), y está fechada en 1624. Bartolomé González fue pintor de cámara de Felipe III y excelente retratista, discípulo de Juan Pantoja de la Cruz.

El lienzo perteneció al convento de San Agustín de Salamanca, en el que ingresó como agustino fray Alonso. Expropiada la obra durante la invasión francesa, pasó a la colección privada del valido Manuel Godoy (1767-1851), conservándose en la actualidad en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de Madrid, inventariado desde 1816.

 Sus dimensiones son de 213 x 150 cm. Y lleva una inscripción al pie del lienzo con la firma del autor: «Bar. Me Gonzalez, pintor del Rey f. / 1624». Y una segunda inscripción en el libro abierto: «IHS MV / Ego frater Alphonsus Orozco filius ferdinandi Orozco et Mariae Mena eius legitime Uxoris ex Villa de Oropesa facio profesione

Santo Tomás de Villanueva está revestido con ornamentos episcopales, magna capa pluvial y rica mitra, adornada de pedrería, y luce el palio arzobispal, imagen anacrónica, ya que en aquel momento era prior del convento y no sería ordenado obispo hasta 21 años más tarde, en 1544, gobernando la diócesis arzobispal de Valencia.

35 años tendría el de Villanueva y 23 el joven novicio de Oropesa. El prior con la mirada al frente, levemente centrada en el novicio. La de este fijada en el libro de la Regla de San Agustín, ante el que emitía su profesión religiosa. Frente a frente, dos hombres, herederos del fuego del corazón de Agustín de Hipona, en camino de santidad, que dejarían marcada herencia de integridad en sus huellas, en sus escritos y en sus latidos. Ambos inconscientes de la obra que el Espíritu Santo realizaba en ellos, fundiendo fidelidades para la santidad de la Iglesia y la Orden Agustiniana.

Testigos son varios frailes, que observan la escena. Uno de ellos fray Luis de Montoya, conquense de Belmonte, que tendría a la sazón unos 26 años y había acompañado al joven Alonso como maestro de novicios. El maestro, con sólo tres años más que el discípulo, ya tendría cátedra suficiente para misión tan delicada. Así se las gastaban en aquel solar de santos y sabios que fue el cenobio salmantino agustiniano.

El joven maestro está representado en el fraile situado a la izquierda del celebrante, con actitud recogida y devota y mirada perdida, no sin un rictus de asombro. Este Luis de Montoya, profeso del convento salmantino, fue fraile de gran predicamento, considerado maestro de espiritualidad, que selló su vida como reformador de la Orden en Portugal. Con sólo 17 años ingresó en el noviciado y, ordenado sacerdote con 22 años fue elegido para maestro de novicios por el prior Tomás de Villanueva a los dos años de su ordenación. Entre sus novicios se cuentan Alonso de Orozco, Agustín de Coruña, Juan Bautista Moya y tantos otros que en aquella centuria dieron fama y lustre al convento de Salamanca.

A la derecha de santo Tomás un fraile anciano, de espectacular tonsura, sostiene el cirio encendido, que sería entregado al joven novicio como signo de su consagración a Dios. Rostro adusto, con marcaje de ascesis. A su derecha dos frailes jóvenes. Uno sostiene el incensario que cuelga tras Alonso y la naveta sobre el pecho, y el otro la cruz patriarcal, otro elemento anacrónico del conjunto del lienzo. Sus miradas son dispersas, perdidas en el conjunto.

Pero hay un personaje, enigmático, el séptimo del relato iconográfico. Sólo se ve una parte de su rostro, que tapa la capucha del maestro de novicios. Tiene la frente despejada y una mirada fija en el espectador. Inquietante. ¿Pudo ser el mismo pintor, que dejara su parcial esfinge, marcando con su mirada un diálogo inacabado con quien contemplara la escena? Nunca lo sabremos. La mirada queda ahí, impenetrable, como queriendo avisar que más allá de cuanto contemplamos, hay un misterio certero en cuanto se representa, en un intento de hacer presente, actualizar aquello que sucedía, traspasando el tiempo.

Hoy, ahora, esto que estaba sucediendo entonces y de lo que era testigo el inquietante fraile de mirada fija y provocadora, estaba grávido de vida y esperanza, y sucede también ahora que lo contempla el curioso espectador, en un intento por hacer viva la memoria de lo acontecido.

Esa mirada, en afán de aviso y diálogo, mantiene viva la escena y convierte al espectador en protagonista del acto, en testigo vivo de ese misterio que cruza fidelidades, la de Tomás de Villanueva y Alonso de Orozco, en su entrega a Dios y en servicio de la Iglesia y la Orden Agustiniana.