
20 de enero: San Sebastián, mártir, testigo de la fe en el siglo III, patrón de nuestra Ciudad de Palma.
Nacido en Narbona y educado en Milán, oficial de la guardia pretoriana y encarcelado por confesar y practicar la fe cristiana, fue denunciado, juzgado y sentenciado a muerte. Llevado al estadio, le ataron a un poste y asaetearon dándolo por muerto. Rescatado por sus hermanos cristianos, volvió a ser condenado y murió azotado, siendo arrojado, primero a las cloacas de Roma y, después, recogido por sus hermanos en la fe, fue sepultado en las catacumbas de Roma.
La imagen de San Sebastián habla de sufrimiento y persecuciones soportadas con fortaleza heroica por nuestros padres en la fe, los cristianos de los primeros siglos, y nos recuerda las palabras de Tertuliano: «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”. Y esa sangre sigue derramándose en el mundo hoy, en los cinco continentes, por amor a Jesucristo y su iglesia. Es como un enorme lienzo, un mural del evangelio de las bienaventuranzas, haciendo vida las palabras de Jesús: «Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 11-12). Con qué razón se aplican estas palabras de Cristo a San Sebastián y a los innumerables testigos de la fe acosados y martirizados, pero nunca vencidos por el mal.
Los mártires confiesan con su sangre derramada que el amor es más fuerte que la muerte. «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna», nos dice Jesús en el evangelio de Juan (12, 25). Esta palabra de Cristo la rechaza el mundo, que hace del amor a sí mismo el criterio central de la existencia. Los mártires, testigos de la fe, confirman que no hay valor superior al Evangelio. La fortaleza de la fe transforma una vida y la hace fecunda en su entrega.
Por eso, toda memoria de los mártires es una invitación a los creyentes en Cristo a ser testigos de esa fortaleza y, más aún, en medio de un mundo ciego, cerrado a veces a la donación, a la entrega, al compartir en caridad y comunión con el prójimo.
La confesión de nuestra fe nos lleva en estos momentos a vivir el año jubilar con una esperanza renovada. La Iglesia nos invita a ser peregrinos de la esperanza en medio de un mundo envuelto en la locura de la guerra. En enero de 2025 hay 49 guerras activas en el mundo. Incontable el número de víctimas inocentes, arrastradas por el horror del odio y la violencia. Y Cristo, el primero de los mártires, mirándonos a los ojos, nos sigue invitando a la paz, cuando nos dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón».
Porque es ahí, en el corazón de cada cristiano, donde la paz y la reconciliación tienen que anidar, para que se pueda fraguar una paz estable y creíble en medio del mundo. La historia de los mártires nos conduce a la admiración y a elevar una alabanza al Dios de la vida, abriéndonos el corazón a la esperanza de que es posible la paz, siempre es posible la paz, hija de la justicia.
Que siga viva en nosotros la memoria de San Sebastián y la de tantos mártires de Cristo, hasta estos tiempos difíciles que nos tocan vivir. Transmitamos a las nuevas generaciones la fortaleza de la fe, para que de ella brote una necesaria renovación cristiana. Custodiemos nuestra esperanza como un tesoro de inmenso valor. Y elevemos nuestra oración para que San Sebastián y la nube de testigos que derraman su sangre por Jesucristo y su evangelio, nos ayuden a expresar con el mismo entusiasmo, nuestro amor a Jesucristo, que está siempre vivo en su Iglesia, hoy, ayer, mañana y siempre.