17 de agosto
El corazón secreto de Italia, corazón verde, tierra de santos, así es conocida la tierra umbra, la preciosa Umbría, con núcleos cargados de arte e historia, de belleza sin igual y santidad a raudales: Norcia, Asís, Orvieto, Spoleto, Todi, Montefalco, Rieti, Spello Foligno, Castiglione del Lago… Inacabable letanía de hombres y mujeres de Dios: Valentín, Benito de Nursia, su hermana Escolástica, Francisco y Clara de Asis, la dominica Colomba de Rieti, la franciscana Ángela de Foligno, Angelina de Montegiove, Lucía de Narni… Y entre los agustinos: Clara de la Cruz, Rita de Casia, Simón de Casia, Juan de Rieti, Cristina de Spoleto…
En esa bellísima región italiana nació nuestra Clara de la Cruz, en Montefalco, cerca de Asís, el año 1268. Ya de pequeña expresaba el deseo de seguir a su hermana mayor, Giovanna, que con otras jóvenes viven una experiencia de oración, contemplación, fraternidad y silencio en una ermita erigida por su padre en terrenos de su familia. La comunidad crece y se constituye en monasterio, bajo el cuidado del obispo de Spoleto, observándose la Regla de San Agustín. Giovanna es la superiora durante todo ese proceso de crecimiento y configuración agustiniana de la comunidad, pero muere pronto y es sustituida por su hermana Clara, aún muy joven, que se resiste a esa responsabilidad, pero que asume con disponibilidad y resolución.
Como abadesa del monasterio Clara se manifiesta como una buena organizadora de la vida común y animadora en el espíritu de oración y penitencia. Ejerce un liderazgo evangélico, tal vez por saber ocupar el último puesto a la hora de servir a las hermanas y gobernar la comunidad, escuchando a todas y atendiendo a las necesidades de cada una.
Elevado es su espíritu de oración y discernimiento, como elevada es su caridad. Al monasterio se acercan pobres y necesitados, que encuentran siempre la mano que acoge y comparte; como se acercan otros, muchos, de toda clase y condición, buscando en Clara la escucha amable, el consejo medido, el ánimo fortalecedor: un día es un sacerdote; otro, un prelado o una dama de la alta sociedad, una pobre viuda o un alto funcionario. Clara es la mujer que escucha, que es capaz de escrutar el corazón de quien derrama sus inquietudes con sencillez y encuentra en esta monja sencilla y amable la palabra serena, el consejo eficaz.
Y todo ello desde un espíritu probado, envuelto –a veces- en la “noche oscura del alma”, hasta el grado de aridez espiritual, que le acompañó durante once años de su vida. Su profunda fe, su firme esperanza y su ardiente caridad podían más que las difíciles pruebas espirituales que fue enfrentando como auténtica cruz. No es extraño que en esa peregrinación el Señor se hiciera don y regalo, disponiéndose a descansar en ese corazón de mujer contemplativa. Su profunda devoción a la pasión de Jesucristo, en línea fiel a la espiritualidad agustiniana, le hizo exclamar: “Tengo a Jesús dentro de mi corazón”, en una identificación plena en clave de amor. Ella pudo decir con San Agustín, su Padre, aquella confesión: “Sine te, nihil. Totum in te”, sin ti, nada. Todo en ti…
El 17 de agosto de 1308, enferma desde hacía tiempo, a los 40 años de su edad, toma Clara de la Cruz su camino hacia el cielo. Su corazón estaba invadido por los signos de la Cruz redentora, pues a ella había vivido abrazada; la Cruz que marcó su nombre y su memoria.