Fue en la Vigilia Pascual del año 387, en Milán (aún se conservan los restos arqueológicos del baptisterio donde ocurrió, bajo el Duomo milanese), noche del 24 al 25 de abril. El obispo Ambrosio bautizó a Agustín de Tagaste, el divino africano, el inquieto buscador de la verdad, el retórico polemista. el gran convertido, para confusión de muchos. Con aquél bautismo se selló oficialmente su conversión. Pero no concluyó la tarea del peregrinaje en la fe, de la búsqueda de la verdad, del seguimiento radical del Señor, al que confesaba como camino, verdad y vida.

La conversión –prolongada a lo largo de su vida- fue un proceso, fruto de un encuentro que comenzó en el ejemplo y las lágrimas de su madre Mónica, siguió por los vericuetos incansables de los diversos errores que iba a cumulando en su mente y en su corazón por encontrarse con la verdad, continuó en las honduras de su alma, de su intelecto, hasta descubrir que más íntima que su propia intimidad había una luz intensa que le aclaraba su propia verdad como hombre y peregrino de la vida. Y derramaba lágrimas en el huerto de Milán, esencias del Casiciaco fraterno y amigo, cuando la Palabra iba diluyendo ese mar de errores que le alejaban de Cristo, verdad eterna. Lo había buscado siempre por fuera, descubriendo tarde… (“Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva…”) que le esperaba dentro, dando sentido y contenido a todo cuanto amaba y anhelaba amar.

Y el papa Benedicto XVI, visitando los restos de San Agustín en la Basílica de San Pietro in Ciel d’Oro, un 22 de abril de 2007, nos regaló con una preciosa consideración. El proceso de conversión del que sería conocido universalmente como Obispo de Hipona se asienta en tres grandes etapas o conversiones:

La primera de ellas fue el camino de la interioridad. No fue Agustín hombre de vana epidermis. Todo cuanto vivía estaba sellado por la pasión, mediatizado por el amor. Amaba amar y, más aún, amaba ser amado. Y todo cuanto amaba le dejaba siempre el rastro de lo imperfecto, de lo inmaduro, de lo insuficiente. La inquietud de su alma le condujo a los adentros del alma, al secreto del latido último, y entonces entendió que en el núcleo de la idea ordenada, del sentimiento noble, existe esa ráfaga de divinidad que da sentido pleno al ser del hombre. Dios, más íntimo que su propia intimidad. Una conversión a la humildad, al descubrir la obra del Creador en la poquedad de la criatura humana. El bautismo en la noche de la Pascua por manos del obispo Ambrosio de Milán selló esta conversión primera.

Una segunda conversión sucedió después de recibido el bautismo. Vuelto a África, a empezar una vida de concordia y fraternidad con sus amigos, para seguir buscando juntos la verdad de la fe cristiana, sellada por el bautismo, Agustín vuelve a encontrarse con Cristo. Año 391. Esta vez es a través del clamor de la Iglesia, en asamblea cristiana. Ha entrado en el templo donde el viejo obispo de Hipona, Valerio, manifiesta el deseo de elegir un cristiano al que ordenar sacerdote, para que le ayudara en su ministerio pastoral. Y el pueblo, la gente, los cristianos de a pie, que descubren la presencia escondida de Agustín, atraídos por su fama y su conversión, gritan su nombre. De nuevo lágrimas, que en ello le iba el ADN. Se resiste. No era ese su plan y su proyecto. Pero la fuerza de Dios, manifestada en la iglesia, en los fieles, se hace clamor para su corazón. Y cede, se convierte… y es ordenado sacerdote y –rompiendo su sueño- se entrega a la voluntad de Dios y al servicio del pueblo, hasta llegar a suceder al anciano Valerio como obispo de Hipona.

Y una última conversión, la tercera etapa. También tuvo que ver con la humildad. Las cosas de Jesús, como siempre. Al final de sus días Agustín se retracta de algunas de sus primeras enseñanzas. Escribe el libro de las Retractaciones, donde reordena su pensamiento, matiza, reconduce su enseñanza. Y no fue sólo humildad intelectual. Como decía Benedicto XVI: “Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.”

Pecadores en camino… Que San Agustín nos ayude con su intercesión a caminar anhelando siempre el encuentro con la verdad y a gastar nuestras vidas en el servicio del Señor y de su Iglesia. Y más aún, en estos tiempos confusos. El Señor lo hará posible.

            fr. JM, Rector del Socors