sibilaEn la Iglesia primitiva el Adviento, como tiempo de espera, de preparación, se refería a la última venida de Cristo, aquella, confesada en el Credo, en que “ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. La inminencia de la vuelta de Cristo dominó, en mayor o menor medida según épocas, la reflexión y la vida de los cristianos. Con mayor fuerza, apoyado en las tesis milenaristas, se esperó el temido Juicio en los umbrales del año 1000.

El término “adviento” fue paulatinamente sufriendo una adaptación litúrgica, cuando se fijaron las fiestas de Navidad y Epifanía en el calendario de la Iglesia. Por un lado era preparación inmediata a las celebraciones de la Navidad; pero por otro jamás dejó de tener aquella dimensión de espera escatológica.

Siempre abundaron las profecías sobre el vaticinio del fin del mundo. Aún hoy, aunque nos consta sobradamente que no sabemos ni el día ni la hora, por doquier surgen “profetas de la desesperanza”, que quieren hacernos creer la inminencia de la gran batalla cósmica que se establecerá entre las dos ciudades, según el pensamiento de San Agustín. Caerá la gran Babilonia, la prostituta bíblica, bien es cierto, pero para los agoreros de la destrucción plena, les vendría bien darse un paseo de vez en cuando por las páginas del Evangelio y descubrir el mensaje de la misericordia divina, aquella que siempre vence al juicio.

Este tema de las dos venidas de Cristo lo resuelven los teólogos avisando que no se trata –prístinamente– de dos venidas distintas, sino, más bien, de una sola desdoblada (si se permite el término) en dos etapas. El compromiso de Jesucristo con la historia humana se resuelve en una sola obediencia, aquella que confunde la desobediencia de Adán. El Juicio, en sí, ya ha comenzado con la entrega radical en la caridad de aquellos que confiesan que Jesús es el Señor. Y el signo es evidente: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y en la cárcel y vinisteis a verme”. No pudo ser más claro y contundente el evangelista Mateo (25, 35-36) al recoger con fidelidad la enseñanza del Mesías.

Y es, precisamente, este “desdoblamiento” en el tiempo lo que motiva la integración litúrgica de ese bellísimo canto y admirable representación de la sibila Eritrea, que unos mil cien años antes de Cristo ya profetizara el “jorn del judici”.

El Canto de la Sibila en la Noche gozosa de la Navidad, es una memoria viva de ese juicio en la caridad que comienza con la encarnación del Verbo, la Palabra hecha carne, el Hombre nuevo, Cristo Jesús. Avisa de lo que ocurrirá al final de los tiempos, al mismo tiempo que vincula ese acontecimiento dramático, al hecho de este nacimiento; pues en la Palabra hecha carne, en la Buena Noticia (evangelio) que trae consigo el Niño que nos nace, se resuelve la plenitud de la condición humana. Es la persona de Jesús, el Cristo, la Buena Noticia de la salvación para la humanidad entera.

La introducción de este personaje de perfil pagano en la literatura cristiana hunde sus raíces en los primeros siglos de la Iglesia. En la Roma imperial existían los “Oracula Sibyllina”, de gran prestigio a la hora de consultar vaticinios, como en ocasiones excepcionales hacían los sacerdotes del templo capitolino. De ellos los cristianos daban singular relieve a los de la sibila Eritrea, pues hacían referencia a la segunda venida de Cristo en el juicio final. La interpolación cristiana, de origen griego, no era desconocida; así como la judía, con el fin de expandir la fe hebrea. Los versos que refiere la Eritrea forman en griego el acróstico “Jesús Christus Dei Filius Salvator”, es decir, “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador”.

El historiador Eusebio de Cesarea (+ 340), escritor griego, protegido del Emperador Constantino y futuro obispo de Cesarea, recoge estos versos de la sibila en su “Oratio Constantini ad Sanctorum Coetum”. Es la primera presencia de estos oráculos en la literatura cristiana.

Pero será Agustín de Hipona (+ 430) quien dará carta de ciudadanía cristiana plena a estos versos sibilinos. En el libro XVIII de su magna obra La Ciudad de Dios San Agustín habla del desarrollo simultáneo de las dos ciudades, aquellas que fundaron dos amores: la celestial y la terrena, señalando en este libro los oráculos que han anunciado a Cristo: los de los profetas del Antiguo Testamento y, en el capítulo XXIII, recoge el de la sibila Eritrea, haciendo una traducción nueva del griego al latín y corrigiendo errores que se encontró en malas traducciones anteriores, como él mismo indica.

Considera San Agustín que estos versos no contienen nada que favorezca el culto de los dioses falsos, a pesar de su origen pagano; “al contrario, habla contra ellos y contra sus adoradores tan acremente, que me parece que puede enumerarse, concluye el obispo de Hipona, entre los pertenecientes a la Ciudad de Dios”.

En latín los versos sibilinos dan comienzo con las célebres palabras “Iudicii signum” (la señal del Juicio), que siglos después van a constituir el estribillo del denominado Canto de la Sibila, o como en su traducción medieval “el día del Juicio” o nuestro “jorn del Judici”. Habrá que esperar a la inmediata mentalidad medieval para ver integrado este canto y su representación dramática en la liturgia de la Iglesia.

Según Pere Joan Llabrés, en su documentado trabajo “Celebrar Nadal a Mallorca”, se puede datar en el siglo VIII la música gregoriana del Canto y su traducción a lenguas vulgares a partir del siglo XII. En Mallorca se introduce tras la Conquista en 1229, coexistiendo durante siglos las versiones en latín y en catalán, ambos con melodía gregoriana. Se atribuye al escritor Anselm Turmeda (+ c. 1423) una versión al mallorquín del famoso Canto de la Sibila.

Nadie duda que el alma del pueblo, fiel a sus tradiciones, ha integrado canto y representación de un drama con fuerte contenido cristiano en una noche de profundo sentido espiritual y litúrgico en la vida de la Iglesia. Es verdad que no está exento de cierto folclore popular, que no le resta nada a su dramatismo.

El Canto de la Sibila, magníficamente integrado en la liturgia de la Nochebuena, es un vehículo valioso de catequesis para transmitir el verdadero sentido de la Natividad del Mesías y la plenitud de su misión para la salvación del mundo y de la historia.

Jesús Miguel Benítez,agustino, Rector del Socorro