Es verdad que nace entre nosotros Jesús, el esperado en los siglos, el Mesías Señor.

Celebrar año tras año la fiesta de su Natividad es una responsabilidad de todo cristiano. Todos, de una manera u otra, somos testigos o víctimas de la manipulación que estas fiestas tienen en medio de nuestro mundo. Al amparo de una celebración religiosa milenaria los mecanismos del mundo económico, incluso político; las costumbres y tradiciones de nuestro pueblo se tiñen de fiesta, pero –lo sabemos– no siempre responde la celebración a una vivencia profunda del misterio que acontece; ese misterio que confiesa la fe cristiana: Que Jesús, el Señor, el Hijo eterno del Padre se hace hombre en medio de nosotros, en nosotros; que verdaderamente nace en nuestros corazones, en el corazón de la Iglesia.

Por eso los cristianos tendríamos que luchar con todas nuestras fuerzas para que no se siga adulterando la Navidad, al menos que no entre en la realidad de nuestros hogares y familias, y –menos aún– en nuestros corazones esa falsa Navidad que nos quieren vender y que venden…

Nace Jesús, y nace cuando los corazones en verdad se han abierto a su presencia. Y estamos dispuestos a vivir su presencia entre nosotros con un espíritu renovado. Cuando de verdad sentimos en lo más profundo de nuestro corazón deseos de conversión a la luz de su Palabra, a la fuerza de su testimonio, a la energía de su entrega.

Nace Jesús en nosotros cuando descubrimos la capacidad de discernir –sin engañarnos– la distancia abismal que existe entre el bien y el mal; cuando no nos dejamos arrebatar por doctrinas erróneas, que por más que las defiendan la mayoría en nuestro entorno no nos dejamos arrastrar por ellas, sino que hacemos todo lo posible por ir contracorriente a las inventivas del este mundo tan raro y tan confuso en el que vivimos.

Nace Jesús cuando descaradamente, sin máscaras ni tapujos vamos dando testimonio veraz y elocuente de que somos discípulos suyos, apóstoles suyos, sus testigos, aunque esto nos señale ante los demás; aunque nos provoque situaciones adversas.

Nace Jesús si intentamos siempre ser buenos, justos, amables, compasivos y misericordiosos.

Nace Jesús en nosotros cuando se renueva en nuestra vida el compromiso de servicio a los pobres y necesitados; cuando la caridad complica nuestra vida y nuestra nómina.

Entonces sí, entonces sí que podemos celebrar la Navidad y lanzar a los aires el aleluya de los ángeles y vibrar como los pastores, corriendo hacia Belén; y arrodillarnos ante el Divino Niño y sentir en el hondón del alma esa alegría y esa ternura que provoca la Navidad.

Porque todo lo otro, lo que vemos y sufrimos –incluso– entre la parafernalia de estas fiestas, en verdad, no habla de ÉL. El gasto desorbitado, las fanfarrias de consumismo inútil, el despliegue de caras bobaliconas diciendo feliz Navidad, cuando no se confiesa el nombre de Jesucristo, ni importa su Palabra y las exigencias del evangelio; la realidad de su Iglesia y la comunión con ella, eso sirve sólo para adormecernos en un cambio de año y hacernos creer que somos buenos o tenemos sólo buenos sentimientos en unas escasas horas del año. Ni Jesús se merece eso, ni nosotros estamos aquí para perder el tiempo.

Por eso, amigos, hermanos, feliz Navidad. Que en verdad estas fiestas del Dios-con-nosotros, nos acerquen a Él y renueven lo mejor de la fe en nuestros corazones. Para aplicar esto a la vida personal, preguntaos al terminar estas fiestas: ¿En qué me ha complicado la vida la celebración del Nacimiento de Jesús este año? ¿Qué estoy dispuesto a dar de mí para el bien de los demás? ¿Qué compromiso con la Iglesia surge o se transforma a mejor a la luz de esta Navidad? Y a partir de ahí, cuando con sinceridad os respondáis a vosotros mismos, decíos con libertad: En verdad que ha nacido en mí Jesús, el Verbo eterno del eterno Padre, el Hijo de María, mi Mesías, mi Señor.

¡Feliz Navidad a todos!