La palabra de Agustín en el Sábado Santo

Ningún cristiano pone en duda que Cristo, el Señor, resucitó de entre los muertos al tercer día. El santo evangelio atestigua que el acontecimiento tuvo lugar esta noche. Está claro que el día entero comienza a contarse desde la noche anterior, aunque no se ajuste al orden de días mencionado en el Génesis, no obstante que también allí las tinieblas han precedido al día, pues las tinieblas se cernían sobre el abismo cuando dijo Dios: «Hágase la luz, y la luz fue hecha». Pero como aquellas tinieblas aún no eran la noche, tampoco había días. En efecto, hizo Dios la división entre la luz y las tinieblas, y primeramente llamó día a la luz, y luego noche a las tinieblas, y fue mencionado como un solo día el espacio desde que se hizo la luz hasta la mañana siguiente. Es evidente que aquellos días comenzaron con la luz y, pasada la noche, duraban cada uno hasta la mañana. Pero, después que el hombre creado por la luz de la justicia cayó en las tinieblas del pecado, de las que lo libró la gracia de Cristo, el hecho es que contamos los días a partir de las noches, porque nuestro esfuerzo no se dirige a pasar de la luz a las tinieblas, sino de las tinieblas a la luz, cosa que esperamos conseguir con la ayuda del Señor. Así dice también el Apóstol: La noche ha pasado, se ha acercado el día; despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Por tanto, el día de la pasión del Señor, día en que fue crucificado, seguía a su propia noche ya pasada, y por eso se cerró y concluyó en la preparación de la pascua, que los judíos llaman también «cena pura», y la observancia del sábado comenzaba al inicio de esta noche. En consecuencia, el sábado, que comenzó con su propia noche, concluyó en la tarde de la noche siguiente, que es ya el comienzo del día del Señor, porque el Señor lo hizo sagrado con la gloria de su resurrección. Así, pues, en esta solemnidad celebramos ahora el recuerdo de la noche que daba comienzo al día del Señor y pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó. La vida de que poco antes hablaba, en la que no habrá ni muerte ni sueño, la incoó él para nosotros en su carne, que de tal forma resucitó de entre los muertos que ya no muere ni la muerte tiene dominio sobre ella.

Quienes le amaban llegaron a su sepulcro para buscar su cuerpo ya de mañana, y no lo encontraron, pero recibieron un aviso de parte de los ángeles de que ya había resucitado; resulta claro, por tanto, que había resucitado aquella misma noche, cuyo término fue aquel amanecer. En consecuencia, el resucitado, a quien hemos cantado en esta vigilia un poco más larga, nos concederá reinar con él en la vida sin fin. Y si, por casualidad, en estas horas que pasamos en vela todavía se hallaba su cuerpo en el sepulcro y aún no había resucitado, no por eso nos comportamos incongruentemente al hacerlo así, pues quien murió para que nosotros tuviéramos vida, se durmió para que nos mantuviésemos en vela. Amén.

San Agustín, Sermón 221, 4.