San Alonso Rodríguez, patrón de la Isla de Mallorca

Un hombre sencillo, un hombre cabal; un castellano de esos recios y rigurosos que van dejando surcos de autenticidad, de honradez y nobleza allí donde pisan. Ese fue, hace 400 años, Alonso Rodríguez, el sencillo hermano portero del colegio de Montesión, de los PP. Jesuitas en Palma de Mallorca.

Le recordamos en el cuarto centenario (1617-2017) de su tránsito al cielo, cargado de años y méritos, de silencios inauditos y de palabras y consejos y experiencias sublimes. Una vida sin realce humano y social alguno; casi una vida escondida, pero que -desde nuestra memoria agradecida- dibuja inmensidades como el mar que baña la Bahía de Palma.

Nació en Segovia (1532), hijo de un comerciante de telas. De niño conoció al Beato jesuita Pedro Fabro y, por amistad con los jesuitas inició sus estudios en Alcalá de Henares, teniendo que abandonarlos a los 14 años para encargarse del negocio familiar, al fallecer su padre. Joven aún contrajo matrimonio y formó un hogar junto a su esposa e hijo y cuidó de su madre anciana. Poco a poco el mundo de Alonso se desmorona: fallecen su madre, su esposa en el segundo parto, el hijo y el negocio se hunde. Alonso, arruinado y fracasado, pero movido por una fe inquebrantable y una fortaleza admirable, acepta el dolor y la contrariedad, abraza la cruz y discierne la voluntad de Dios en cuanto le acontece, para en todo amar y servir.

Viudo y solo, con 39 años pide el ingreso en la Compañía de Jesús, no sin cierto rechazo por parte de los jesuitas, que consideran obstáculos para la vocación la edad, la difícil trayectoria vital y la deficiente formación del candidato. Pero esa reticencia es vencida ante la veracidad del personaje, ante su transparencia: Alonso quería ser jesuita para ser santo, para ser de Dios todo él, sin resquicios de vanidad, orgullo o egoísmo. Y es admitido como Hermano coadjutor (religioso no sacerdote) en Valencia, a donde había dirigido sus pasos para solicitar su ingreso en la amada Compañía.

Pronto es destinado a Palma de Mallorca, al naciente colegio de Montesión fundado por el jesuita mallorquín, P. Jerónimo Nadal, colaborador estrecho de San Ignacio de Loyola en los inicios de la Compañía de Jesús. En Montesión es nombrado portero del colegio, oficio que ejerció hasta su muerte en 1617.

Hombre de gran humildad y profunda vida interior, vivía en constante presencia de Dios, alcanzando con ello una profunda sensibilidad y desplegando con cuantos se relacionaba un trato espiritual, que le buscaran para recibir consejo y guía espiritual, desde el más pobre hasta el virrey o jesuitas como san Pedro Claver, el gran apóstol de los esclavos negros en América, que siendo estudiante en Palma se lanzó a la tarea misionera animado por los consejos del santo portero de Montesión, al que consideró siempre su “maestro”.

En la portería atiende a la comunidad, a los colegiales, a las familias y a toda clase de huéspedes y transeúntes. Los que lo conocieron y trataron dejaron constancia de que jamás alguien recibió del hermano Alonso un trato maleducado o frío, sino que por el contrario, todos se sentían tratados como si fueran grandes personajes. Se propuso ver a Jesús en cada visitante que llegaba, y tratarle como si fuera Jesús. Cuando alguien le preguntaba por qué no era más áspero con ciertos tipos inoportunos, le respondía: “Es que a Jesús que se disfraza de prójimo, nunca lo podemos tratar con aspereza o mala educación“. Cuando escuchaba que llamaban a la puerta, solía decir: “Ya voy, Señor”, como si fuera Jesús el que llamaba.

No siempre le fue fácil a Alonso mantenerse firme en el seguimiento de Jesús. Le costaba mucho la oración, tenía que superar dificultades y cansancios, y esto le hacía mucho sufrir, pero él se ejercitaba en la paciencia e insistía en hablar más con Jesús en oración. Cuando se movía por la casa, cuando atendía a las obligaciones, Alonso procuraba estar unido al Señor.

Quiso mucho a la Virgen María. Un día ante un momento de dificultad, al pasar frente a una imagen de la Virgen, le gritó: “Santa María Madre de Dios, acuérdate de mí” e inmediatamente sintió una gran paz. En otra ocasión, siendo ya muy mayor, acompañando a un Padre de la comunidad a celebrar misa en el castillo de Belver, en la subida sintió cansancio y se sentó en una piedra, a descansar un poco. De repente sintió como si la Virgen estuviera a su lado y le enjugara el rostro con un lienzo. Esta imagen está muy repetida en los cuadros e imágenes del santo y manifiesta su amor a la Virgen María, que fue siempre su gran protectora y defensora hasta la hora de su muerte.

Por indicación de sus superiores escribió muchas páginas en las que contaba cómo había vivido su amistad con Jesús y cómo le había intentado servir, sirviendo al prójimo. Es una “autobiografía espiritual”, con cantidad de detalles que lo muestran como un auténtico maestro de espiritualidad y explican cómo  las gentes de todas las clases sociales iban al colegio a pedirle sus consejos, a consultarle sus dudas y a recibir consuelo para sus penas. También se conservan cartas suyas con las que ejerce un verdadero magisterio. Su lenguaje es sencillo y muy popular, pero logra páginas de singular belleza al tratar temas de mayor hondura espiritual. La santidad que describe en sus escritos no es aprendida en los libros, es fruto de su fuerte experiencia de Dios.

Los últimos años de su vida padeció muchas enfermedades y dolores, que soportaba con paciencia y fortaleza cristiana. El 29 de octubre de 1617, crucificado de dolores por la enfermedad, al recibir la sagrada Comunión se llenó de paz y de alegría. Los dos días siguientes estuvo casi sin sentido y el 31 de octubre despertó, besó con toda emoción su crucifijo y diciendo en alta voz: “Jesús, Jesús, Jesús“, se durmió en el Señor. Su sepulcro se conserva en la iglesia de su colegio de Montesión.

Su fama de santidad se extendió por la ciudad de Palma, por toda Mallorca y la Compañía de Jesús, donde es aclamado como patrono de los Hermanos no sacerdotes. Fue declarado Venerable en 1626. El “Gran i General Consell” lo nombró patrono de la Ciudad de Palma y de la Isla de Mallorca en 1632. En 1760, Clemente XIII decretó el grado heroico de sus virtudes, pero la expulsión de España de la orden jesuita (1767) y la posterior supresión (1773) retrasaron su beatificación hasta 1825, por el papa León XII. Fue canonizado el 15 de enero de 1888 por el papa León XIII, junto a su “discípulo” y amigo jesuita San Pedro Claver.

Por la huella imborrable de evangelio, por el canto de autenticidad, de hombría de bien, de amistad profunda con Jesús, de amor a la Virgen María; por su magisterio espiritual; por el testimonio de apostolado y entrega; por su identidad con la amada Isla de Mallorca, los agustinos de Palma y sus obras de apostolado (iglesia del Socorro y colegio de San Agustín) hacemos memoria agradecida, veneramos y agradecemos ante el sepulcro del Santo el regalo que Dios nos ha hecho en él.