Agustín, dieciséis siglos después, sigue llenando páginas de libros, ocupando aulas, provocando diálogos, orientando homilías, ampliando bibliotecas y entusiasmando corazones.

Sus huellas: la profunda interioridad; la inquieta y siempre inacabada búsqueda de la Verdad; el estudio y la contemplación; la fusión de ciencia y caridad; la gozosa y siempre alegre vida de comunidad, en calidad de hermanos y amigos; la pasión por la Iglesia, comunidad de comunidades. De ahí surgieron: la libertad, la justicia, la amistad, la solidaridad, la comunión. Rasgos de ser y estar en el mundo. Una manera de ser, que algunos definen como “hombre agustiniano”, en dos dimensiones integradoras y centrípetas; porque dentro, sólo dentro, el ser alcanzará la luz y la verdad sobre las cosas.

Agustín recoge la invitación dictada por los sabios antiguos: “Entra dentro de ti mismo” y lo hizo norma de vida, como principio de la construcción del propio ser; peldaño primero del ascenso a la auténtica sabiduría; pues conocer la propia verdad es proyección existencial de toda criatura que quiera describirse en el mundo y en la historia con visos de autenticidad. La inmediatez de las sensaciones no da garantías de ser, aunque llegue a satisfacer momentos y situaciones. El hombre auténtico vive desde dentro y ahí piensa, estudia, conoce, siente, ¡es!… y da, compartiendo; para ascender en la construcción de un “nosotros”, que da contenido y valor a cuanto con-vive con los otros.

Agustín de Hipona, en su experiencia de vida, es maestro de esta dimensión existencial humana. Sus Confesiones son un libro de introspección de primera magnitud, por la sutileza y precisión con la que descifra su intimidad. Desde esta experiencia podrá escribir: “No hay ignorancia más refinada que la ignorancia de la propia ignorancia” (Conf. 5, 7, 12).

Y sabe Agustín que, en los espacios de la interioridad cultivada, en lo más íntimo de la propia intimidad, ahí, precisamente ahí, acontece la luz. Ese fue el núcleo central, quicio seguro, de lo que conocemos como conversión de Agustín de Hipona. “No te desparrames, escribirá en La verdadera religión (39, 72), concéntrate en tu intimidad. La verdad reside en el hombre interior.”

Y esa Verdad, para Agustín, tiene un nombre concreto, exacto, fundamentador de toda su experiencia de vida como convertido: el Espíritu de la Verdad, el Maestro interior: “¿Por qué gustas tanto de hablar y tan poco de escuchar? Andas siempre fuera de ti, y rehúsas regresar a ti. El que enseña de verdad está dentro. En cambio, cuando tú tratas de enseñar, te sales de ti mismo y andas por fuera. Escucha, primero, al que habla dentro y, desde dentro, habla, después, a los que están fuera.” (Comentario al salmo 139, 15).

Experiencia ésta vivida por él con la pasión que caracterizó su vida entera, como narrará en sus Confesiones (3, 6, 11): “Estaba enfermo y ardía de fiebre por la penuria de la verdad, la que buscaba yo, Dios mío, no con el discernimiento de la razón, sino según el sentido de la carne. Pero tú eras más íntimo que mi propia intimidad y más alto que lo más alto de mi ser.” Allí, en lo más íntimo de su intimidad, Agustín se encontrará con Aquél que le descubrirá el sentido profundo de su ser, el valor real de su existencia, la consistencia firme de sus latidos y afecciones, el valor de la humildad y de la entrega, de la libertad real y de la justicia y solidaridad que salvan. Por eso podrá confesar con verdad: “Dentro del corazón soy lo que soy” (Conf. 10, 3, 4), combatiendo de esta manera cuanto de epidermis y superficialidad encontró en su angosta caminata hacia la verdad de sí mismo y del Dios que le descifraba los enigmas de sus propias sombras, pues “un corazón desorientado es una fábrica de fantasmas.” (Comentario al salmo 80, 14).

El hambre de totalidad que confiesa el intelecto humano sólo se sacia cuando el hombre entra en sí mismo -aventura plena de ser- y allí anida en su búsqueda, de allí parte hacia las cosas de fuera, allí contrasta, discierne, ordena y ama; para salir, de nuevo, de allí hacia los otros. Será un hombre nuevo, pues “sólo el ánimo recogido en sí mismo puede captar la belleza de la totalidad.” (Del orden, 1, 2, 3), para expresar la condición humana más plena: “El hombre es presencia de lo pasado, presencia de lo presente y presencia de lo futuro.” (Conf. 11, 20, 26).

Vivir en esta clave agustiniana es acertar en el arte de saborear el deleite de la misma vida, con intensidad, con gozo, con esperanza; sin intentar tapar con máscaras la realidad de lo vivido, las herencias -sean del signo que sean-; integrando contrariedades y contradicciones; construyendo las horas con pasión de presente; lanzándose al porvenir sin frustrantes providencialismos fatalistas. Es descubrir dentro la realidad de nuestro propio ser, cuajado de belleza y potencialidades, de valores y buenas intenciones. Es sacar fuera, exteriorizar cuanto de justo y noble, honrado y sincero habita en la propia interioridad. Cuando la historia parece que se deriva hacia un vértigo incontinente de aspiraciones inalcanzables, cuando se rompe la esperanza, cuando el futuro se diluye en un presente álgido, pero sin sentido aparente, hacen falta hombres y mujeres, capaces de configurarse como alternativas de humanidad. Y esto en silencio, sin megafonías estériles.

Y Agustín de Hipona, el gran convertido, el gran Padre de la Iglesia, el modelo de pastores, el “primer hombre moderno”, la “luz de los Doctores de la Iglesia”, el “Padre del Monacato occidental”, es desde su sencillez, su densa doctrina, su indiscutible magisterio, un testigo de esto que decimos. A veces la figura de Agustín de Hipona ha sido distorsionada por la “megafonía” estéril de los títulos grandilocuentes, añadidos en el paso de los siglos. Hay en él un fondo de humanidad, hondura de autenticidad, de personalización, de socialización, de bondad, que a veces se ha difuminado y le ha alejado de la comprensión de la gente sencilla.

Es verdad que Agustín fue densamente sabio, escrutador de palabras y discursos, incisivo filósofo, sublime retórico, selecto teólogo; a él recurre la teología, la psicología, la historia, la lengua y literatura, el arte, la música; le observan los sociólogos, los juristas, los estudiosos de la Sagrada Escritura, los moralistas; le rondan la economía y la política. Pero detrás, o bajo todo ello, vive el hombre, el hombre que entendió en sus adentros la misma hondura de su ser, su sentido, su proyección y su gozo.

Y es aquí, en esta verdad de ser hombre, donde Agustín sigue provocando inquietud, aliento y esperanza. Es aquí donde podemos descubrir el cimiento de su búsqueda “más allá” de las cosas, para alcanzar el verdadero y definitivo sentido de lo que existe. Es aquí, en los adentros del alma y del pensamiento, donde Agustín es incombustible, a pesar de los pesares de modas y culturillas; es aquí donde luce con luz incandescente. Es aquí donde le descubrimos siempre como inspirador, padre y amigo.

fr. JM

Rector del Socors