San Agustín

Agustín de Tagaste, el gran Obispo de Hipona, del gran convertido, de la luz  de los Doctores de la Iglesia. San Agustín, dieciséis siglos después, sigue llenando páginas de libros, ampliando bibliotecas y entusiasmando corazones, para vivir con intensidad la vida y para envolverse en el servicio radical del hombre, de la historia, del mundo y de la Iglesia.

Son las huellas de Agustín: la profunda interioridad, la inquieta y siempre inacabada búsqueda de la Verdad, el estudio y la contemplación, la fusión de ciencia y caridad; la gozosa vida en comunidad, en calidad de hermanos y amigos; la pasión por la Iglesia, comunidad de comunidades. Y surgen ahí la libertad, la justicia, la amistad, la solidaridad, la comunión. Rasgos de ser y estar en el mundo. Una manera de ser, no exclusivista, que algunos señalan como “hombre agustiniano”, en dos dimensiones integradoras y centrípetas; porque dentro, sólo dentro, el ser alcanzará la luz y la verdad sobre las cosas.

Agustín de Hipona o la aventura de ser. Entrados ya en el tercer milenio cristiano, ante un mundo de culturas o subculturas cambiantes; frente a la crisis de relatos y crisis de valores; con el hombre asombrado ante el vértigo -no ya del mañana, sino del ahora mismo- volver los ojos a Agustín de Hipona, testigo y protagonista de un cambio de siglo y de un cambio de época, es acertar en el arte de trazar expectativas y alternativas nuevas en la construcción de esto que somos y tenemos e intentamos ser y trabajar y sudar y vivir.

No se construye la vida a golpes de improvisación. ¡Qué error el de aquellos que intentan improvisar su existencia, sus pasos y latidos! Toda la vida, todo en la vida, tiene el sello de lo sembrado, cultivado y cuidado. Nada es espontáneo y hay quien llega a confundir espontaneidad con naturalidad. Lo natural es ser y ser en autenticidad. Quienes fuimos hechos, construidos, trazados. No exactamente guiados por unos oscurantistas hilos predeterminados, sino configurados con nuestras herencias y añadidos. Y descubrirnos ahí enteros, totales, netos…; constructores del presente con ansias de un futuro nuevo. Así ocurrió con Agustín. Su conversión no fue exactamente un dar la vuelta a todo lo que había pensado, sentido y vivido. Convertirse fue conocer y aceptar, integrar y ordenar internamente todo su pasado, para vivir, a la luz de un encuentro; en razón de aquella luz, de aquél entendimiento, encendimiento y pasión.

Vivimos, cada vez más, embarcados en la aventura de la “epidermis”. Seres superficiales, hombres y mujeres epidérmicos, que vamos por la vida a golpe de imprevistos; tal vez viviendo aquello que dejó dicho el de Hipona:

Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos…” (Confesiones, 10, 8, 15).

Sí, tal vez, estemos pasando de largo de nosotros mismos, olvidando que la máxima aventura es saberse, conocerse, limitarse, nombrarse uno a sí mismo, para poder darse, compartir, comulgar en la tarea común de la colectividad humana.

Es la aventura de la construcción del hombre mismo: “Vuelve a ti”, “entra dentro de ti”. Ésta fue invitación dictada por los sabios antiguos y norma de vida en Agustín de Hipona; principio del principio de la construcción del propio ser; peldaño primero del ascenso a la auténtica Sabiduría; pues conocer la Verdad es proyección existencial de toda criatura que quiera describirse en el mundo y en la historia con visos de autenticidad. La inmediatez de las sensaciones no da garantías de ser, aunque llegue a satisfacer momentos y situaciones. El hombre auténtico vive desde dentro y ahí piensa, estudia, conoce, siente, ¡es!… y da, compartiendo; para ascender en la construcción de un “nosotros”, que da contenido y valor a cuanto con-vive con los otros.

Agustín de Hipona en su experiencia de vida es maestro de esta dimensión existencial humana. Sus Confesiones son un libro de introspección de primera magnitud, por la sutileza y precisión con la que descifra su intimidad. Para Agustín no hay ignorancia más refinada que la ignorancia de la propia ignorancia (cf. Conf. 5, 7, 12).

Y sabe Agustín que en los espacios de la interioridad cultivada, en lo más íntimo de la propia intimidad, ahí, precisamente ahí, acontece el encuentro. Ese fue el núcleo central, quicio seguro, de lo que conocemos como conversión de Agustín de Hipona:

“No quieras derramarte fuera, entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende.” (De vera religione, XXXIX, 72).

Y esa Verdad, para Agustín, tiene un nombre concreto, exacto, fundamentador de toda su experiencia de vida como convertido: el Espíritu de la Verdad, el Maestro interior:

“¿Por qué gustas tanto de hablar y tan poco de escuchar? Andas siempre fuera de ti, y rehúsas regresar a ti. El que enseña de verdad está dentro. En cambio, cuando tú tratas de enseñar, te sales de ti mismo y andas por fuera. Escucha, primero, al que habla dentro y, desde dentro, habla, después, a los que están fuera.” (Comentario al salmo 139, 15).

Experiencia ésta vivida por él con la pasión que caracterizó su vida entera, como narrará en sus Confesiones:

“¡Ay, ay de mí, por, qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío —a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí cuando aún no te confesaba—, todo por buscarte no con la inteligencia —con la que quisiste que yo aventajase a los brutos—, sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío.” (Confesiones, 3, 6, 11).

Allí, en lo más íntimo de su intimidad, Agustín se encontrará con Aquél que le descubrirá el sentido profundo de su ser, el valor real de su existencia, la consistencia firme de sus latidos y afecciones, el valor de la humildad y de la entrega, de la libertad real y de la justicia y solidaridad que salvan. Por eso podrá confesar con verdad: “Dentro del corazón soy lo que soy” (Conf. 10, 3, 4), combatiendo de esta manera cuanto de epidermis y superficialidad encontró en su angosta caminata hacia la verdad de sí mismo y del Dios que le descifraba los enigmas de sus propias sombras, pues para él un corazón desorientado es una fábrica de fantasmas (cf. Comentario al salmo 80, 14).

El hambre de totalidad que confiesa el intelecto humano sólo se sacia cuando el hombre entra en sí mismo –aventura plena de ser– y allí anida en su búsqueda, de allí parte hacia las cosas de fuera, allí contrasta, discierne, ordena y ama; para salir, de nuevo, de allí hacia los otros. Será un hombre nuevo, pues “el espíritu, replegado en sí mismo, comprende la hermosura del universo, el cual tomó su nombre de la unidad” (De ordine, 1, 2, 3), es decir, sólo el hombre que vive desde su intimidad, desde el centro de su ser, puede captar la belleza de la totalidad, y así podrá expresar su humana condición más plenamente:, siendo el ser humano presencia de lo pasado, presencia de lo presente y presencia de lo futuro (cf. Conf. 11, 20, 26).

Vivir en esta clave agustiniana es acertar en el arte de vivir saboreando el deleite de la misma vida, con intensidad, con gozo, con esperanza; sin intentar tapar con máscaras la realidad de lo vivido, las herencias –sean del signo que sea–; integrando contrariedades y contradicciones; construyendo las horas con pasión de presente; lanzándose al porvenir sin frustrantes providencialismos fatalistas. Es descubrir dentro la realidad de nuestro propio ser, cuajado de belleza y potencialidades, de valores y buenas intenciones. Es sacar fuera, exteriorizar cuanto de justo y noble, honrado y sincero habita en la propia interioridad. Cuando la historia parece que se deriva hacia un vértigo incontinente de posibilidades inalcanzables, cuando se rompe la esperanza, cuando el futuro se diluye en un presente álgido, pero sin sentido aparente, hacen falta personas profundamente humanas, hombres y mujeres, capaces de configurarse como alternativas. Y esto en silencio, sin megafonías estériles.

Y Agustín de Hipona, el gran Obispo, el gran convertido, el “primer hombre moderno”, el “Doctor de la Gracia”, la “luz de los Doctores de la Iglesia”, el “Padre del Monacato occidental”, es desde su sencillez, su densa doctrina, su indiscutible magisterio, un testigo de esto que decimos. A veces la figura de Agustín de Hipona ha sido distorsionada por la “megafonía” estéril de los títulos grandilocuentes, añadidos en el paso de los siglos. Hay en él un fondo de humanidad, hondura de autenticidad, de personalización, de socialización, de bondad, que se escapa, o por el que se pasa de largo, quedándose en la titularidad sin contenido fundante para que le sirva al hombre.

Es verdad que Agustín fue densamente sabio, escrutador de palabras y discursos, incisivo filósofo, sublime retórico, selecto teólogo; a él recurre la psicología, la historia, le lengua y literatura, el arte, la música; le observan los sociólogos, los juristas, los biblistas, los moralistas; le rondan la economía y la política. Pero detrás, o bajo todo ello vive el hombre, el ser que entendió en sus adentros la misma hondura de su ser y su sentido y gozo.

Quede, pues, como testigo de lo dicho y buceen cuantos quieran en su vida y escritos y acierten a entender y aprendan a vivir la impresionante aventura de ser persona.

Jesús Miguel Benítez, agustino.