La devoción a la Virgen del Carmen, a lo largo y ancho del mundo, está cargada de tradición y popularidad, porque marca el alma creyente de muchos cristianos, de muchos pueblos, de manera destacada aquellos que están acariciados por el mar. Porque ella es la Stella Maris, la Virgen marinera, que indica a todos los marineros y navegantes –¿qué somos -si no- nosotros en medio de las olas tempestuosas de la historia que nos toca vivir?, indica, como precioso faro, la dirección acertada, el puerto seguro de salvación que es Jesucristo, el Corazón de Jesucristo, cargado de infinita misericordia. Y conduce, acompaña a sus hijos hasta el encuentro Jesucristo, roca, alcázar, fortaleza de nuestra vida.

Porque Ella es la mujer nueva, la nueva Eva, que respondió al Señor con entereza sin igual; restaurando con su FIAT aquella hermosura que nos fue arrebatada por el pecado de nuestros primeros padres.

Ella es la aurora, que anuncia con su fe y fidelidad el Sol que nace de lo alto, al Señor que llega para redimir al género humano.

Ella es la mujer humilde, que nos indica el camino cierto para vivir nuestra pequeñez en la presencia de Dios; nos invita a moderar el apetito desordenado de la propia excelencia, a combatir la soberbia, a huir de la auto-referencia, a apartarnos del orgullo, actitudes que obstaculizan la gracia; y en esa lucha sin cuartel de la humildad conseguir la victoria de dar frutos con los talentos que el Señor nos ha concedido (Mt 25,14).

Ella es la mujer creyente, la oyente de la Palabra. Modelo de fe, que nos anima en la lucha por buscar la gloria de Dios, a dejaros conducir por la fuerza de la luz del Cristo resucitado y ser sus testigos en la comunión de la Iglesia, a través del testimonio cristiano y el apostolado.

Ella es la mujer del silencio; del silencio orante, de la reflexión serena, de la sabiduría de los pobres. María indica caminos de silencio al hombre envuelto en los ruidos ensordecedores del mundo; a los gritos humillantes de la injusticia, a los estertores de los poderosos que provocan la guerra, la violencia y la destrucción de los pueblos.

Ella es la mujer invadida por la caridad y, como buena maestra, nos enseña cómo hemos de amar a Dios, cómo escucharle, cómo seguirle, cómo responderle con fidelidad inquebrantable. Madre del Amor doloroso le llaman, porque amar duele…, siempre duele el amor para ser veraz y fecundo.

Ella es la mujer obediente, dócil al proyecto de Dios, enseñándonos con esa docilidad a combatir el amor propio, nuestras seguridades e intransigencias, huyendo de todo atisbo de egoísmo y vanagloria.

Ella es la mujer de caridad solícita, de generosidad sin límite, como el amor, que no conoce medida cuando se centra en Dios y de ÉL brota como manantial inacabable de misericordia. Bien claro nos deja el evangelio esa generosidad de María, en la visita a Isabel, en las Bodas de Caná, al pie del Gólgota o la presencia materna con los discípulos de su Hijo en el día de Pentecostés.

Ella es la mujer piadosa; esa piedad que se hace cordura y compromiso, desde la oración confiada. Mujer dispuesta a cumplir con su deber, cara a Dios y su conciencia, para el bien de los otros, para derramar ternura y compasión a cuantos la necesitan.

Ella es la mujer fuerte, cargada de paciencia y serenidad, en el cumplimiento de su misión, como Madre del Redentor. Afrontó las dificultades, hasta las alturas del Gólgota, con una entereza sin igual, indicándonos el camino cierto para guardar paciencia en las dificultades y ejercer la fortaleza ante la calamidad.

Ella es la mujer pobre y sencilla, que cumplió con aquellas palabras de su Hijo: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y sígueme” (Lc 19,21). Y así, María se entregó sin reservas al plan de Dios, y su pobreza la hizo plenamente rica (Lc 1,48). Su ejemplo nos llama a moderar los afectos a las cosas temporales, con el objetivo de hacernos más libres en nuestra entrega a Dios.

Ella es la mujer de esperanza, que se fio sin fisuras de su Señor; por eso se reconoció su esclava y el Señor ensalzó su humillación, indicándonos cómo hemos de confiar sus hijos en el auxilio del cielo, en la bondad divina para ser testigos creíbles de la vida y resurrección de su Hijo.

Y es, al fin María, la mujer Bienaventurada que cantamos en los siglos, la Hermosura del Carmelo. La siempre pura y limpia, la siempre entera. La que nos fue dada por Madre verdadera al pie de la Cruz, la Madre de la Iglesia, que ejerce su maternidad cubriéndonos con su manto, abrazándonos con su santo escapulario y conduciéndonos, acompañándonos en estos mares procelosos de la vida, hacia la victoria final de Jesucristo, en quien fundamos nuestra esperanza.

Que el Espíritu del Señor nos anime a ser siempre fieles hijos de tal Madre.

fr. JM, rector del Socors