En los primeros días del Adviento la Iglesia celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, figura excepcional del Adviento, que personifica a toda la Iglesia expectante que, en los siglos, espera la llegada del DÍA de la salvación. El día de Jesucristo, el Señor.
Adviento y María. Su Inmaculada Concepción es un privilegio que nos invita a contemplar la singular elección que Dios hizo de esta criatura, a quien reconocemos como Madre, Madre de Dios y de la Iglesia. La Inmaculada Concepción de Santa María es una confesión de fe en la pureza original, en la integridad de la condición humana, cuando contempla, sigue y sirve al único Dios y Señor. La Inmaculada Concepción es una verdad de fe que nos habla de nuestro futuro, puesto que a la plenitud de nuestra condición caminamos, cuando hacemos del seguimiento de Jesucristo el eje radical de nuestra existencia.
Nos lo enseñó el Concilio con bellísima definición: «El misterio del hombre, en verdad, sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». Es decir: Quien quiera entender el misterio de la vida, ha de acercarse a Jesucristo. Quien quiera descubrir lo que es la lucha por la existencia, saboreando la aventura del ser hombre y mujer, en medio del mundo y de la historia, ha de confesar a Jesucristo.
ÉL es quien siempre atrae nuestra atención, nuestro pensamiento, nuestro sentimiento, nuestros esfuerzos, nuestros sueños, nuestra espera… Jesucristo es un imán irresistible, para el que quiere tomarse en serio su vida y darle un contenido de plenitud. Y todo el ser de Cristo se concentra en la caridad, en la donación de sí. ÉL es donación del Padre, Sacramento del Padre, signo de la comunión íntima de la Trinidad.
«Nos urge la caridad de Cristo», nos dirá el Apóstol Pablo. Esa caridad que se hace: manos para atender, mirada cálida para acoger, pies que corren allí donde la necesidad del hermano reclama; se hace pensamiento, criterio, de tolerancia y respeto; se hace juicio de ternura y comprensión; se hace brazo de justicia, allí donde la dignidad humana está violada; se hace corazón latiente, compromiso, comunión y lucha. La caridad de Jesucristo es la victoria del Amor sobre el mundo, a pesar de nuestras tinieblas, nuestros errores, nuestras zancadillas, nuestras sombras. La caridad es todo el cristianismo… es su alma y es su cuerpo… es su presente y es su historia pasada y es su esperanza en el futuro, es su causa generadora; es su esencia íntima; es su fin.
Esta verdad resplandece de modo singular y maravilloso en la Inmaculada Concepción. Todo en ella (en María), de cualquier lado que se la mire, es caridad… La Inmaculada Concepción, como privilegio, obra fue del amor de Jesucristo. María Inmaculada es la definición verdaderamente exacta y cumplida de la caridad. Por eso, contemplar a María y aprender de ella es todo uno. María, la Virgen Inmaculada es maestra de caridad y así se nos invita hoy a contemplarla, para aprender.
El buen maestro enseña con la vida; su mejor lección es el ejemplo. Y su autoridad es, principalmente, de contagio y de prestigio. El buen maestro enseña -primera y definitivamente- cuando transmite a los alumnos, desde los gestos de la vida, el amor por la auténtica sabiduría, el amor a la verdad.
Y, ¿cuál es la lección de la Virgen Inmaculada como Maestra de la Verdad? Sin duda: la santidad, enseñarnos, desde el ejemplo, cuál es el camino de la fidelidad a Jesucristo. Mirad, la santidad es la caridad, «el vínculo de la perfección» que diría san Pablo; el fin del precepto, o algo así como «hacer sencillamente lo que tenemos que hacer».
Las glorias de María, sus prerrogativas, son anuncios proféticos de santidad, es decir, de caridad. Pero hay una lección en María, una misión, dedicación, tarea -como verdadera maestra- que quiero recordar de la mano de san Agustín. En un diálogo figurado con la Virgen, el santo Obispo de Hipona, escribe:
«¿Quién eres tú que con tanta fe has concebido
y en seguida serás madre?
¿Quien te ha creado será engendrado en ti?
¿De dónde viene a ti tan gran bien?
Eres virgen, eres santa…,
pero es mucho lo que has merecido,
o mejor, es mucho lo que has recibido.
Se encarna en ti el que te ha creado:
el Verbo de Dios, por medio del cual cielo, tierra
y todo ha sido hecho;
el Verbo, sin dejar de ser Dios,
asume en ti la naturaleza del hombre,
se hace hombre…
Cuando fue concebido te encontró virgen;
cuando nació te dejó virgen.
Parece osadía que yo interrogue a la Virgen
y en cualquier modo turbe su reserva.
Pero la Virgen, ruborizándose, me responde:
‘¿Preguntas de dónde me viene tanto bien?…
Escucha el saludo del ángel
y cree en la salvación que viene de mi seno;
cree a quien yo he creído’. «
Excepcional mensaje y enseñanza de la Madre: «Cree a quien yo he creído«: Acércate a Jesús, conoce a Jesús, fíate de Jesús, contempla a Jesús, sigue a Jesús, configúrate con Jesús, sirve a Jesús. Este es el mejor servicio de caridad de María a la Iglesia y al corazón de todo creyente: conducirnos a Jesús. Ella es flecha indicativa, estrella entre los mares tenebrosos del vivir. Ella es la Madre y Maestra por excelencia de toda caridad. Luz que deslumbra a los pecadores y los ilumina en su oscuridad y tiniebla. Por eso Dios la preservó y la reservó, para Sí y para toda criatura que quiere acogerse al amparo de María, la Virgen Inmaculada.
Desde nuestra fragilidad creyente confesamos que quien se acerca a María alcanza una lección sublime de caridad, pues junto a ella se acaban el odio y la mentira, la doblez; se terminan las injusticias y las guerras; finalizan la violencia y la muerte. Todo lo oscuro, lo sucio, lo irreverente: la ira, la lujuria, la soberbia y la avaricia; la envidia y la indiferencia… mueren en María; porque ella enfrenta la luz de su ser «Esclava del Señor»: la pureza de su mirada, la hondura de su silencio, la melodía de su palabra, la hermosura de su integridad, la ternura de sus manos de mujer y madre, la armonía de su fidelidad, la energía de su fe, la fuerza de su esperanza y el fuego de su caridad.
Que esta certeza de haber sido amados por Dios en María, la Madre Inmaculada, nos ayude a vivir una caridad sin límite.