juevesEs Jueves Santo. La Iglesia se reúne en oración, a la tarde, para celebrar la la última cena del Señor con los apóstoles. Es cena de Pascua y despedida. Comida de amigos, que sienten sus pasos encaminados hacia el Gólgota y el corazón más allá, hasta la victoria última de vida y resurrección.

Y en esa cena Jesús se entrega radicalmente, como siempre, haciendo ofrenda de tres dones que se convierten en fundamentos de nuestra fe, la fe de la Iglesia esposa, que camina en la historia hasta que Él vuelva, según su promesa.

El primer don es la Eucaristía, donde ofrece su Cuerpo y su Sangre bajo la fragilidad del pan y el vino, memorial de su pasión y su presencia, sacrificio y comida de familia, banquete de comunión. La Iglesia vive de la Eucaristía, pues en ella Cristo la construye, la embellece, la anima y la lanza al ejercicio de la caridad, ese don que nunca acaba, porque es infinito, al brotar de su Corazón de amigo y esposo, de redentor y salvador. Cristo realmente presente entre nosotros, compañero en el camino, alimento para el peregrino en la fe y en la esperanza.

Y la tarde del Jueves Santo es tiempo de confesión y adoración. Confesión de su presencia y adoración del amor de Dios, manifestado en este misterio de comunión.

Don es el Orden sacerdotal, pues en aquella hora Jesús constituyó sacerdotes a los apóstoles, indicándoles el camino para la identificación plena con ÉL como pastores del pueblo de Dios. “Haced esto en conmemoración mía”, les dijo Jesús, para que en su nombre actualizaran la presencia de gracia y comunión. “Haced esto en memoria mía”, vinculando por siempre el corazón a la entrega sacrificial de Cristo a su Iglesia y entreguen sus vidas en servicio eucarístico, para dar el pan de la vida, el perdón y la bendición en el nombre de Jesús.

Y don es, al fin, el mandamiento nuevo del amor. Resonó entre aquellos muros del cenáculo un mandamiento que atraviesa los siglos, transformando al hombre y a los pueblos: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. La caridad es el santo y seña de los seguidores de Jesús. El amor inunda todas las cosas, todos los pensamientos, todos los latidos de los que quieren confesar el nombre de Jesús con verdad y con justicia para bien del hombre y de los pueblos.

Por eso la Iglesia, cada Jueves Santo, como cada vez que celebra la Eucaristía, siente el estremecimiento de la confesión y de la adoración, porque cada Jueves Santo se actualiza y renueva el misterio de lo que aconteció aquella tarde en la entrega de Jesús en la Eucaristía, en el sacerdocio, en el mandamiento nuevo y se siente atraída por la grave misión de responder a su Señor con fidelidad.