Con la Ascensión del Señor a los cielos concluye la misión histórica de Jesús en la tierra. Aquí quedan –quedamos- sus discípulos con un encargo muy especial, lleno de vida: “ID al mundo entero, nos dice Jesús, y proclamad el evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).
Lo dice la Escritura y lo confesamos en el Credo de nuestra fe: «Subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre» (Mc 16, 19). Nos vienen a la memoria las palabras misteriosas del Resucitado a María Magdalena: «Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Sólo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre» (cf Jn 16, 28). Lo dice el evangelista Juan: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre» (3, 13) expresión de la misteriosa unión de los misterios de la Encarnación y la Ascensión, como reconoce el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 660).
El evangelista Marcos (Mc, 16) es escueto en el relato: Después de hablar a sus amigos, Jesús «fue ascendido al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (v. 19). Estar sentado a la derecha del Padre significa habitar. Es lenguaje simbólico. Antes de subir al cielo Jesús habló con sus amigos ¿De qué habló Jesús con sus amigos, antes de esta ausencia? De la misión que debe emprender, a su marcha la comunidad de los discípulos. El lazo creado por Mateo entre el encargo de la misión y la marcha del Maestro no es fortuito; está cargado de enseñanzas.
La ausencia física del Señor trae responsabilidades precisas para sus seguidores. Se abre un tiempo nuevo, el tiempo de la comunidad de los discípulos. En adelante los seguidores de Jesús no lo tendrán al lado, tampoco nosotros. No lo tendrán a mano para preguntarle a cada momento lo que debe hacerse. Deberán tomar sus propias decisiones. Vosotros seréis «mis testigos», dice el Señor (Hch 1,8), no basta decir lo que vieron y oyeron, es necesario saber cómo hacerlo, a quiénes, en qué momento. Ello implica además de experiencia del Señor, lucidez e inteligencia históricas.
En adelante, todo aquél que confiese que Jesús es Señor tendrá que continuar su misión en medio del mundo y de la historia humana. No caben subterfugios y escapatorias. Confesar que Jesús es el Cristo, el Señor, compromete la existencia humana y cristiana y, en tal grado, que toda la vida de fe será un esfuerzo permanente por identificarse con Cristo, configurarse con Cristo, seguir incondicionalmente a Jesucristo por los vericuetos, a veces luminosos, a veces ensombrecidos, de este tiempo que nos toca vivir.
Para ello, hoy, la Escritura nos ofrece dos claves de reflexión. La primera la encontramos en la carta de San Pablo a los Efesios, en la que nos dice:
«Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloría, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros».
(Ef 1,17-18)
O nos dejamos invadir por la gracia de Dios, por la irrupción del Espíritu en nuestros corazones o seremos unos eternos ciegos, incapaces de transformar el mundo desde el conocimiento y la identificación con el Cristo Resucitado y glorificado a la derecha del Padre, que confiesan nuestros labios. Al ascender al cielo el Señor confía alos discípulos la continuación de su tarea y esa confianza representa un reto, es una llamada a la adultez apostólica.
Somos, por bautizados en Cristo, apóstoles adultos. El designio de Dios, desde la Ascensión, ha entrado ya en su consumación. Estamos ya en la «última hora». Como el Concilio nos enseña:
«El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta«.
(LG, 48; cf. Cat. 670)
De esa santidad imperfecta participamos todos. De ahí que broten en esta solemnidad de la Ascensión deseos de una profunda radicalidad en el compromiso cristiano de seguir a Jesucristo, identificándonos con su amor de salvación universal.
Una segunda clave la encontramos en el Evangelio de Marcos, que se nos proclamó: Jesús confía su misión a los apóstoles: «Id, dice, al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación».
Este imperativo, Jesús no les dice condicionalmente «si queréis»…, «si os parece oportuno»….; sino que dice: ID, imperativamente; manda, ordena, movido por el amor y ejerciendo el Señorío que le ha sido otorgado sobre todo lo creado. Pues bien, éste imperativo no es sólo para los Once fieles, que le ven y confiesan resucitado, sino para todo aquél bautizado, todo aquél injertado en ÉL por el bautismo y unido a ÉL como el sarmiento a la vid.
No estamos solos en esta tarea. La presencia del Espíritu Santo en medio de la Iglesia, la convicción de que el Señor Jesucristo, al tiempo que se va, se queda (Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20): estando presente en la Palabra, la Eucaristía, la realidad de la Iglesia; presente en toda relación de fraternidad; presente en toda criatura humana que lucha y espera, en todo aquél que sufre, en todo aquél que se entrega y comparte su vida con los demás… No, hermanos, no; no estamos solos. Cristo anda y está -vivo-presente- en toda realidad que habla de dignidad humana, de libertad, de solidaridad, de lucha por la justicia; Cristo vive en todo afán de comunión, de paz y de progreso.
Por eso, éste es el mejor canto de gloria a la victoria de Cristo en la Ascensión: la firme decisión de ser fieles al compromiso de entregar nuestras vidas para transformar este mundo nuestro, que desea ardientemente, que suspira, que espera con impaciencia la salvación definitiva que acontecerá a la vuelta de Cristo. Vivir la fe cristiana sin este afán de lucha y compromiso, sin esta santa inconformidad, es no haber entendido la novedad de Cristo resucitado. Por eso -en comunión con la Iglesia entera- nos preparamos, ya desde hoy, a la celebración litúrgica de la solemnidad de Pentecostés, en la que conmemoramos el envío gozoso del Espíritu. El Señor no nos deja huérfanos. El Espíritu nos lo explicará todo: será energía, fuerza, gozo.
Y en ÉL, en el Espíritu del Señor Jesús, seremos siempre cristianos adultos: hombres y mujeres comprometidos con el Evangelio, desde la misma raíz, que es Jesucristo, el Señor resucitado.
fr. JM
Rector del Socors. Palma
Mayo 2021