Dice San Agustín:

«Cuantos intérpretes católicos de los libros divinos del A. y N. Testamento he podido leer, anteriores a mí en la especulación sobre la Trinidad, que es Dios, enseñan, al tenor de las Escrituras, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de una misma e idéntica substancia, insinúan, en inseparable igualdad, la unicidad divina y, en consecuencia, no son tres dioses, sino un solo Dios. Y aunque el Padre engendró un Hijo, el Hijo no es el Padre; y aunque el Hijo es engendrado por el Padre, el Padre no es el Hijo; y el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu del Padre y del Hijo, al Padre y al Hijo coigual y perteneciente a la unidad trina… Si, pues, los miembros de Cristo son templo del Espíritu Santo, no es criatura el Espíritu Santo; porque desde el momento en que nuestros cuerpos se transforman en moradas del Espíritu Santo es menester que le rindamos el homenaje debido a Dios, y que en griego se llama latreía, latría. De ahí que, consecuente dice: ‘Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo’ (1 Cor 6,19.15.20)».

(De Trinitate IV, 7)

Por el misterio de la Santísima Trinidad, confesamos la existencia de un solo Dios, uno solo, pero al mismo tiempo trinidad de Personas, comunidad de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios, lo sabemos, no es un motor inmóvil o una estrella solitaria; no es una cifra abstracta, estática. Nuestro Dios, el Dios confesado en Jesucristo, es vida, movimiento plural. ¿Cómo alcanzar, siquiera por aproximación, el conocimiento de esa profundidad de Dios?

Ante el misterio trinitario no cabe más que adquirir una actitud contemplativa: cargar nuestra vida de asombro, provocar el silencio y abajarse en humildad. La palabra de Moisés (Dt. 4,7.32-33) es modelo de ese asombro contemplativo del que hablamos:

  • ¿Hubo jamás desde un extremo al otro del cielo palabra tan grande como la de Dios al crear al hombre?
  • ¿Se oyó cosa semejante?
  • ¿Hay algún pueblo que haya oído la voz del Dios vivo, como nosotros la hemos oído?

El pueblo bíblico lo percibió y encontró al Señor, o mejor, se dejó encontrar por el Señor, se sintió amado por ÉL. Moisés nos invita: “Reconoce, pues, hoy y medita (contempla) en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra: no hay otro”. (Dt 4,39).

Este reconocimiento y contemplación requiere el silencio. Hemos de callar la influencia que puedan originar en nosotros tantos dioses e ídolos que se nos presentan en nuestro mundo, a través de ideologías fatuas, manipulados medios de comunicación y expresiones de sub-culturas que no aportan al hombre elementos que le ayuden a crecer en su autenticidad como persona, en sus derechos y deberes; hemos de provocar silencio ante tanto ruido, tanta mentira, tantos trabajos y fatigas que nos absorben y anulan y no nos acercan a la verdad, ni la de Dios ni la nuestra, como criaturas libres. Hemos de correr el riesgo de vivir con otro espíritu las exigencias de la fe, en un mundo confuso y dividido; las exigencias de la esperanza, en un mundo desorientado y perdido; las exigencias de la caridad, en un mundo absorbido por la ruptura y la división. “Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan su misericordia.” (Sal 32,18).

Esperar la misericordia del Señor supone una profunda confianza en que somos mirados, cuidados por la ternura de Dios; que ÉL nos acompaña siempre y nos ama y protege; que no podemos vivir con miedo o falso temor a su presencia; que cuanto acontece en nosotros y a nuestro alrededor está grávido de vida y esperanza. “Nosotros aguardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo.” (Sal 32,20).

Es la gran revelación de Jesús. Dios es Padre bueno para nosotros; Dios es Comunión, es Comunidad, y a esa realidad divina así revelada, en Trinidad de Personas, somos llamados todos los bautizados en Jesús. Injertados en Cristo (Rom 11.17) por la gracia del bautismo somos llamados a ser templos de la Trinidad, en la condición de hijos, como nos enseña el Apóstol Pablo: “Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que no hace gritar: ¡Abba! (Padre)” (Rom 8,15) Y ese espíritu de hijos es fruto del amor Dios, que transforma la vida humana hasta límites insospechados.

Y otra certeza de fe, para caminar en estas tinieblas de la vida humana. Una certeza que experimentada, vivida, cambia la existencia de toda criatura en este mundo. Lo dice Jesús en el evangelio de hoy: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo” (Mt 28,20).Esa presencia segura del Señor, arraigada en nosotros por la gracia de los sacramentos, vivida y fortalecida en la comunión de la Iglesia, es presencia de la Trinidad y cumplimiento de la promesa del Señor de hacer morada en el corazón creyente. Cumplida en Pentecostés la irrupción del Espíritu hoy se actualiza en la comunión eclesial, lo que nos permite vivir la esencialidad de nuestra fe: somos, por la gracia del Bautismo, imágenes vivas de la Trinidad de Dios.

Por eso creer en la Trinidad no puede reducirse a un mero ejercicio mental. Es una urgencia de vida. Habría que decir, no sólo que creemos en la Trinidad, sino que la vivimos y practicamos la comunión, porque estamos marcados con el sello trinitario. Vivir la Trinidad exige de nosotros potenciar las relaciones con los hermanos y la comunión con la Iglesia; vivir comprometidos en la tarea de acercar a los hombres, de destruir barreras, de superar desigualdades, de enseñarles una lengua común, la de la caridad, la de las obras buenas; comprometidos a forjar verdaderas comunidades cristianas.

Confesar que Dios es uno y trino, verdadera comunidad de Amor, es una responsabilidad de latidos y tarea. Construir la Iglesia como comunidad exige mucha generosidad y mucho tesón. Exige presencia y compromiso; exige esfuerzo y caridad y –como todo en la vida cristiana- una fuerte dosis de humildad.

Ya enseñó San Agustín -con su proverbial capacidad de convicción- que “el primer paso en la búsqueda de la verdad es la humildad. El segundo, la humildad. El tercero, la humildad. Y el último, la humildad. Naturalmente, explica el Obispo de Hipona, esto no significa que la humildad sea la única virtud necesaria para el encuentro y disfrute de la verdad: pero si las demás virtudes no van precedidas, acompañadas y seguidas de la humildad, la soberbia se abrirá paso y destruirá sus buenas intenciones.” (Epist. 118, 3,22). Bellamente lo expresaba Agustín de Hipona: “Entiendes la Trinidad, si vives la caridad”. Lo demás, todo lo que podamos decir de este misterio, es silencio y adoración.

Por eso, construir la Iglesia como verdadera familia cristiana, como iglesia de comunión, es vivir la caridad, que nos haga ser testigos de la Trinidad en el mundo; es elevar un canto de alabanza al Dios uno y trino; es canto de caridad para el mundo; es signo de credibilidad ante el mundo de la caridad de Dios que nos reveló en Jesucristo y en la experiencia de Pentecostés.

Y ahí nos queda, para grabar en nuestros corazones la preciosa y precisa invitación de Jesús. Es mandamiento de amor: “Id y haced discípulos míos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19-10). ID, expandíos por el mundo: llegad a vuestros hogares, a vuestros lugares de trabajo, de relación social. Id y gritad que la gracia del bautismo transforma los corazones y nos hace hombres y mujeres nuevos, para el mundo crea y se salve en Jesús.

La Iglesia, en estos tiempos recios, exige de los pastores y comunidades una fidelidad transparente. No podemos, no debemos, dejarnos vencer por cierto abatimiento que –parece- carcome el corazón y el entusiasmo en la tarea evangelizadora, en la presencia apostólica. Hacen falta testigos creíbles del evangelio, hoy de manera urgente, para que el nombre de Jesucristo sea anunciado, más con hechos que con palabras, en medio de un mundo confuso, roto, equivocado, que deambula entre promesas inconsistentes de tanto profeta de la desesperanza. Por eso, hacen falta cristianos que sepan adorar desde la humildad y el asombro; que se dejen el corazón y la vida en la tarea de construir verdaderas comunidades cristianas de fe y esperanza.

A la Santísima Virgen María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa del Espíritu Santo, le encomendamos el deseo de nuestro corazón: ¡Que el fuego del Amor de Dios arda en el mundo entero y todos conozcan su Salvación!

fr. Jm

Rector del Socors. Palma

Mayo 2021