La asunción de María en cuerpo y alma a los cielos

El misterio de la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos centra la atención de la Sagrada Liturgia en el mes de agosto. En la confesión de este misterio celebramos el pleno cumplimiento en María, la bienaventurada, de todo aquello que espera y confía el que confiesa que Jesús es el Señor. Toda la promesa de redención, todo el gozo de la salvación, ya en acto, en la integridad de su ser criatura, en cuerpo y  alma, lo alcanza María por el misterio de la asunción. En ella la humanidad contempla lo que va a suceder en quien se esfuerza por ser fiel al evangelio en el seguimiento de Jesús. En ella, en María, los creyentes son invitados a la esperanza.

María goza ya en plenitud de la contemplación de Dios cara a cara; en ella ya se ha realizado en su totalidad la herencia prometida; ella sabe lo que es el cielo, la Patria definitiva, el banquete eterno, la dicha sin fin, el octavo día, la salvación, la liberación…

Y esa verdad, que creemos, la confesamos como podemos, diciendo por ejemplo que María fue llevada en cuerpo y alma al cielo por el poder de Dios, a diferencia de la Ascensión de su hijo Jesucristo, que lo hizo por su propio poder.

Cuando en 1950 el Papa Pío XII proclamó solemnemente el dogma de la Asunción de María en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, lo hizo con estas palabras: “Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.

Dos aspectos importantes podemos destacar de la definición dogmática:

  1. La asunción ocurrió después de finalizar su vida mortal.
  2. Con la asunción alcanzó la glorificación eterna de su cuerpo corruptible.

No conoció la corrupción del sepulcro aquella que, conservada intacta su virginidad, fue tabernáculo del Verbo eterno, del Hijo del eterno Padre; de Dios vivo. Y aquél cuerpo fue glorificado para contemplar cara a cara el misterio que había confesado compartiendo la gloria del Hijo, sentado a la derecha del Padre. Por ello la asunción de la Virgen a los cielos es un privilegio singular, consecuencia de los otros privilegios marianos, que confesamos como verdades dogmáticas: la maternidad divina, la inmaculada concepción y su perpetua virginidad.

Y, por otra parte, es una verdad de fe que nos habla del misterio de la comunión de los cristianos; la unión del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, porque en su asunción está representada toda la comunidad cristiana, al estar ya la Madre de Cristo viva y resucitada, estado final en el que nos ha precedido al resto de los discípulos de Jesús de Nazaret.

A la luz de este misterio escribía el Papa Pablo VI que “nuestra aspiración a la vida eterna parece cobrar alas al reflexionar que nuestra Madre está allá arriba, nos ve y nos contempla con su mirada llena de ternura”.

Y es esa mirada de ternura de Santa María, su amparo y protección, lo que debe buscar el cristiano en la alabanza de Dios por haber obrado grandes maravillas en la pequeñez de su sierva.

Celebrar la asunción de Santa María es celebrar nuestro futuro en la más abierta y definitiva esperanza; es celebrar nuestro destino eterno, que ya aconteció en ella por especial privilegio de Dios. Y María brilla, luce con esa belleza única con que Dios adorna con su gracia a los elegidos, a los que han sido fieles en la fe; a los que han luchado con esperanza; a los que gastan su vida en la caridad.

Que Santa María Virgen, la Mare de Déu d’agost, intercedi per nosaltres.