La novedad de la belleza

¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y ardo en deseos de tu paz.” Conf. 10, 27, 38.

Este sugerente y revelador texto del genio de Hipona, el obispo Agustín, sintetiza a las mil maravillas la experiencia de conversión que vivió y explica, de alguna manera, la raíz en la que se asienta su vida después del encuentro con el Señor y su ministerio como fundador de monasterios, forjador de espíritus, padre y pastor de una iglesia como la Hipona, pero abierto al mundo, sin horizontes, hasta llevar el Nombre de Jesús, atravesando los siglos, al corazón mismo del hombre de todos los tiempos.

En su experiencia peculiar Agustín de Hipona oyó, vio, olió, gustó y sintió… No está ante una sospecha, ante una hipótesis que viniera a saciarle el ansia desmedida de saber, más allá de sus ideas o latidos, lo que es y por lo que es el mundo que le circunda. Agustín en este texto, como en multitud de sus escritos: tratados, sermones, cartas… cuenta lo que ha visto y vivido, sentido y rozado, abrazado incluso. Es unión y fusión de pasiones: la de Dios por el hombre y la del hombre por Dios, una vez que descubre que existe, que habita en el interior de su alma.

Y para Agustín esa experiencia es verdad. Y no sólo verdad, sino experiencia de la belleza, de lo bello, de lo armónico, de lo bien trazado, lo bien empleado, lo bien sugerido. Es el pulcrum en estado puro. Nada hay superior a él.  Está ante Dios, belleza siempre antigua y siempre nueva

Y en este mundo desordenado y roto, confuso y desesperanzado… hacen falta maestros que vengan a decirnos con la vida, no tanto con la palabra, que nos sobran discursos y sermones, que la belleza auténtica acontece dentro del corazón del hombre, más allá de su idea y su latido, que no son más que meros y superficiales reflejos del acontecimiento de luz y salvación que sucede dentro del corazón. Maestros del espíritu, maestros del encuentro, que vengan a gritar con hechos de vida y gestos de libertad, de justicia, de comunión, de caridad… que Dios habita dentro y que es bello en sí, con esa novedad que tiene la frescura de la creación, la intensidad absoluta del que hace nueva todas las cosas (Ap 21, 5).

Hacen falta maestros que hayan vivido el encuentro dentro de ellos; hombres de espíritu, de fuerte vida interior, de cultivada amistad con Dios; hombres de oración, contemplativos heridos por el impacto de la luz inmutable; trabajadores que saben que en surco del día a día, entre las gentes, Dios anda reclamando amigos.

Hacen falta testigos dispuestos a dar la cara, el corazón y la vida en hacer ver al mundo, con gestos, más que con palabras, que eso tan feo y deforme que vamos construyendo en tantos campos abiertos al vértigo de la nadería en el mundo de la familia, de la educación, de la sanidad, de la economía, de la política, de las relaciones sociales…; eso que no nos gusta porque no brota del corazón, ni de la inquietud y lucha por buscar la verdad y aquello que hace hombre auténtico al ser humano y no marioneta de sus propios caprichos y desvaríos; todo eso… tiene su contrario, cargado de verdad y de belleza, en el interior del corazón. Y que si el hombre quiere alcanzar a vivir con verdad su existencia, no tiene más remedio que andar por dentro, no por fuera, y descubrir dentro de sí, allí donde se funden mente y corazón, allí donde se descubre lo que es y se desea y se hace lo que se debe hacer, allí habita la verdad y la belleza con rabiosa actualidad.

Y esto, todo esto, abre el corazón a la esperanza. Porque los profetas de la desesperanza, los siniestros guiñoles de nuestra vida pública –unos y otras– caerán en su día como naturalezas muertas, sus máscaras, cuando descubran que vivieron la mentira y desazón de un mundo sin Dios, como quisieron construir.

Ayúdenos el de Hipona a forjar corazones con tensión de la belleza y la verdad; ayúdenos a entrar dentro de nosotros y experimentar, como él, la belleza que no conoce ocaso.