Con este título escribe San Agustín un pequeño tratado, dirigido a su amigo  San Paulino, obispo de Nola. En este tratado escribe sobre varias cuestiones importantes: la debida sepultura a los muertos como obra de misericordia, el valor de los sufragios y oraciones por los que han muerto, cómo estas oraciones ayudan a los vivos, qué relación se establece entre los seres queridos difuntos y los que les recuerdan en su memoria y su piedad.

Orar por los difuntos, mantener su memoria, ofrecer sufragios… no sólo reportan en ellos beneficios espirituales, sino que activan en quien los realiza con recta piedad la fe en la resurrección de los muertos. Esta confesión de fe no sólo se realiza con los labios y en proyección de deseos, sino que se expresa en la caridad para con aquellos que partieron a la casa del Padre, seres queridos, familiares, amigos y bienhechores; incluso por todos los difuntos, pidiendo para ellos la paz y la misericordia infinita de Dios.

Loable es esta piedad, que no sólo activa la fe, sino que refuerza la esperanza en la vida eterna, la que no tiene fin, la que acontece en Jesucristo, que venció a la muerte en la cruz y nos abrió las puertas del Reino eterno con su resurrección. Y da cauce a la caridad para con aquellos que en su día amamos y fuimos amados por ellos, para con los amigos, con todos los difuntos. Fe, esperanza y caridad en activo, configurando nuestra vida cristiana en una fuerte comunión eclesial.

No olvidemos que “preciosa es a los ojos del Señor la muerte de sus fieles” (Sal 115,15). Que la muerte es tránsito hacia la vida, que no es el final de los que viven, si confesamos la palabra/promesa de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11,25).

San Agustín insiste que los sufragios son provechosos para los difuntos y considera que hemos de estar bien convencidos “de que llegan a los difuntos por quienes ejercitamos la piedad las súplicas solemnes hechas por ellos en los sacrificios ofrecidos en el altar, las oraciones y las limosnas, aunque no aprovechen a todos por quienes se hacen, sino tan sólo a los que en vida hicieron méritos para aprovecharlos. Pero, porque nosotros no podemos discernir quiénes son, es conveniente hacerlos por todos los bautizados para que no sea olvidado ninguno de aquellos a los que puedan y deban llegar esos beneficios.”” (La piedad con los difuntos, 18).

La Iglesia siempre ha sido consciente de esta verdad y así, tanto en la Liturgia, como en la práctica tradicional de los fieles, la memoria de nuestros difuntos, la visita a los cementerios, de manera destacada en torno a la solemnidad de Todos los Santos y a la conmemoración de todos los Fieles difuntos, el 1 y 2 de noviembre, manifiesta la confesión en la resurrección de Jesús, el sentido profundo de la esperanza en una vida que no acaba.

fr. JM

Rector del Socorro

Noviembre 2020