Según san Agustín, el protagonista de la santidad es el Espíritu Santo, quien actúa por medio de la gracia, forjando y acuñando en el corazón del hombre la imagen de Jesús, para configurar al creyente cada día más a imagen de Cristo, de tal forma que en el corazón y en la mente del creyente quede firmemente acuñada la imagen de Cristo (1 Cor 2, 16). De aquí la rica metáfora que usa san Agustín del creyente como moneda de Cristo, en quien debe estar impresa la imagen de Cristo. Se trata de una imagen (Gen 1, 26) que ha sido borrada por el pecado y que el Espíritu Santo, como artesano, debe ir acuñando día tras día en el corazón del creyente, para que este refleje no solo quien habita en su interior, sino también quién es el Señor de su vida (Fil 2, 11):

Moneda de Cristo es el hombre. En él está la imagen de Cristo, en él el nombre de Cristo, el don de Cristo y los deberes impuestos por Cristo (s. 90, 10).

Sin embargo este protagonismo de Dios, en el proceso de la santidad no excluye al hombre. San Agustín considera que todo ser humano puede y debe colaborar con Dios. Si bien es cierto que la gracia de Dios prepara la voluntad del hombre (Prov 8, 35 sec. LXX), el mismo ser humano usando su libre albedrío debe colaborar con la gracia, haciendo lo que puede y lo que está en sus manos, pero sobre todo confiando y orando para que Dios continúe actuando en su interior:

No manda, pues, Dios cosas imposibles; pero al imponer un precepto te amonesta que hagas lo que está a tu alcance y pidas lo que no puedes (nat. et gr. 43, 50).

Y este proceso de santidad, en el pensamiento agustiniano recibe en ciertos textos el nombre de «deificación» (Cf. en. Ps. 42, 2), con lo que el pensamiento agustiniano se acerca y se asemeja mucho al pensamiento de los padres orientales, quienes también hablaron y desarrollaron el tema de la santidad como una deificatio (theosis). Esta deificatio significa para san Agustín, no solo «llenarse de Dios» o bien «transformarse en otro Cristo» (Gal 2, 20) por medio de una metamorfosis espiritual del propio ser interior del ser humano, sino que para san Agustín también significa  llegar a vivir en plenitud, por obra de la gracia de Dios, la condición plena de ser hijos de Dios (1 Jn 3, 2). Así lo señala el mismo san Agustín en un texto sumamente ilustrador.

Sólo justifica Aquel que es justo por sí mismo, no por otro; y deifica Aquel que por sí mismo es Dios, no por participación de otro. El que justifica deifica, porque justificando hace hijos de Dios. Pues les dio el poder de hacerse hijos de Dios. Si somos hechos hijos de Dios, somos hechos dioses, pero esto se debe a la gracia del que adopta, no a la naturaleza del que engendra. Sólo hay un único Hijo de Dios, Dios, y con el Padre, un solo Dios, el Señor y Salvador nuestro, Jesucristo, que en el principio era Verbo, Verbo en Dios, y el Verbo era Dios. Los demás que fueron hechos dioses, lo han sido por su gracia, no porque naciesen de su substancia para que fuesen lo que es El, sino para que por merced llegasen a Él y fuesen coherederos de Cristo. (en. Ps. 49, 2).

Y ya que la santidad es obra del Espíritu Santo en el corazón del creyente, la santidad no es otra cosa, que alcanzar la perfección en el amor. Un amor de Dios en el que somos corroborados, confirmados y consolidados por obra del mismo Espíritu Santo, amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). De aquí que san Agustín nos dé una curiosa etimología de la palabra santidad. Es muy posible que los especialistas en las etimologías de la lengua latina posiblemente no estén de acuerdo con san Agustín, pero no podemos disentir en el profundo sentido teológico y espiritual que contiene la descripción agustiniana. De este modo san Agustín nos dice que la palabra «sanctus» viene de «sancire» que significa en latín, consolidar, confirmar, consolidar y somos confirmados perpetuamente en el amor Dios pro acción del Espíritu quien es el que nos santifica:

Pero gozar de la sabiduría de Dios no es otra cosa que estar unido a Él por el amor, y nadie permanece en aquello que percibe sino por amor, y por esto el Espíritu se llama Santo, porque todo lo que es ratificado es ratificado de modo permanente y no hay duda de que la palabra santidad proviene de ratificar (f. et symb. 9, 19).

Finalmente, por apuntar una última idea cabe señalar que cuando san Agustín llegó prácticamente al final de su vida, teniendo consciencia de que la santidad es un proceso que dura toda la vida, y que es una gracia, hizo un particular hincapié en la idea de la perseverancia. Por ello una de las últimas obras de san Agustín está dedicada a este tema, al don de la perseverancia (De dono perseuerantiae). No basta pues vivir en santidad unos años, sino que es preciso pedir a Dios que su gracia sostenga al creyente en cada momento, y le ayude a perseverar hasta el final, para que no se frustre la gracia de Dios en el corazón del cristiano, y pueda llegar a la meta, al reino de los cielos, donde la santidad será plena y perfecta:

Afirmamos en primer lugar, que la perseverancia, con la que se persevera en el amor de Dios y de Cristo hasta el fin, esto es, hasta que se termina esta vida, en la cual únicamente hay peligro de caer, es un don gratuito de Dios. (praed. 1, 1).

La santidad perfecta se dará en el reino de los cielos, cuando podremos descansar y contemplar a Dios, como señala el célebre final de la magnus opus agustiniana, la Ciudad de Dios:

Baste decir que la séptima será nuestro sábado, que no tendrá tarde, que concluirá en el día dominical, octavo día, día eterno, consagrado por la resurrección de Cristo y que figura el descanso eterno no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos: amaremos y alabaremos. He aquí la esencia del fin sin fin. Y ¡qué fin más nuestro que arribar al reino que no tendrá fin! (ciu. 22, 30).

Enrique Eguiarte, OAR

Tomado de www.agustinosrecoletos.com