No eran magos, eran –al parecer– sabios; no sabemos si reyes o no. Esa manía que tenemos de revestir de magnificencia lo que se escapa de nuestra comprensión, alargándolo hasta lo inalcanzable. Pajes, camellos, dones, regalos… Y en contraste un niño acostado en un pesebre.
Los Magos envuelven la noche en sorpresa, en asombro, en inquietud ante la gratuidad. Costumbre hay de colocar los zapatos (limpios, eso sí), pero cansados de hacer camino. Tal vez los zapatos de uno podrían contar mil y una historia de por qué lugares hemos caminado: lugares de ocio y fiesta, lujosos o sencillos; si hemos visitado a ese familiar que nos necesitaba, a ese amigo; si hemos pisado comercios de lujo o hemos pisado el hospital, la cárcel, el barrio de la periferia; si hemos ido sólo de paseo zumbante a ver belenes o las luces chillonas de nuestras calles que, dicen, encienden por Navidad…; si hemos pisado el templo, si nos hemos arrodillado o no hemos parado de ir a restaurantes o a casas de familiares y amigos a incontables banquetes…
Si los zapatos pudieran hablar…
Los Magos…, embrujo en la noche. Pero… el mejor regalo, el único que merece la pena y que debiera provocar en nosotros mayor asombro y sorpresa, incluso inquietud por hacer las cosas mejor, por ser mejores. El gran don, regalo dádiva lo encontramos en el pesebre mismo, cuidado y protegido por una Madre singular, bienaventurada; custodiado por un hombre justo y bueno, que hace las veces de padre con tal ternura y responsabilidad que los siglos lo reconocerán como patriarca y protector de esa Sagrada Familia.
Y es Él, siempre Él… “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.” (Is 9,6).
Y la señal para encontrarlo la indicó con claridad el Ángel a los pastores de Belén: “Encontraréis a un Niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.” (Lc 2, 12).
Este es el tesoro que hemos de encontrar y contemplar y adorar y seguir con firmeza entre los vericuetos de la vida. Y habremos acertado en este arte de la gratuidad que nos es ofrecida, sin permitir que las otras cosas y ornatos nublen u oscurezcan el gozo de un encuentro que transforma, serena, alegra y enamora los latidos de la vida.
Esa es la Epifanía, la verdadera manifestación de la infinitud del amor de Dios, manifestada en la fragilidad de un niño pequeño con nombres tan grandilocuentes como le da el profeta Isaías.
Reyes, que venís por ellas,
no busquéis estrellas ya,
porque donde el Sol está
no tienen luz las estrellas.
Así rezamos en la mañana de Reyes y así lo deseamos para todos los que se emplean en vivir una Navidad cristiana. Que las estrellas no nos entretengan, que el Sol nos inunde y nos ciegue a toda clase de mal y nos entusiasme y enamore de tal manera que gastemos la vida en caridad, ternura y misericordia, para confusión de fuertes y poderosos. Que podamos a la luz de ese Sol que irradia el amor de Dios transformar este mundo nuestro en un mundo mejor: más justo, más noble, más bueno y –¿por qué no?– más hermoso aún de lo que lo heredamos de nuestros mayores.
¡¡Feliz Epifanía!!
fray JM, Rector del Socors.